Época: Arte Español del Siglo XVIII
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1800

Antecedente:
La genialidad de Francisco Salzillo
Siguientes:
Otras fuentes de influencia

(C) Germán Ramallo Asensio



Comentario

Antes de que terminase el siglo XVII, el pueblo devoto de Murcia estaba habituado a la buena escultura religiosa, y ello se debía principalmente a las numerosas importaciones que se hacían desde la vecina Andalucía e incluso la venida de escultores desde allí. Pero tuvo una especial relevancia la llegada a esta ciudad de Nicolás de Bussy, escultor viajero nacido en Estrasburgo en fecha no lejana a 1650 que, tras su paso por la Corte, ya en el 74 se encuentra en Alicante; trabaja en Elche (fachada de Santa María) desde el 78 al 82, y llega a Murcia en el 88. En esta ciudad se ocupa de realizar una nutrida colección de pasos de procesión para diversas cofradías, principalmente la Preciosísima Sangre, así como tallas de santos para las iglesias, hasta el 1704 que vuelve al reino de Valencia. Su estética iba desde un dinamismo barroco de tono monumental, a un realismo de fuerte sentido trágico, visible en su más aclamada obra: el Cristo de la Sangre, y en el San Francisco de Borja de la iglesia de jesuitas, de Murcia. Fuera de la ciudad se le atribuye la parte escultórica de la portada de la Casa de Guevara, en Lorca, realizada por los años de finales del siglo, donde, efectivamente, hay unos niños de alta calidad artística que pueden relacionarse con los de su máxima realización: la Asunción de María, en la citada fachada de Santa María de Elche. Y por último, por su rareza iconográfica, merece ser destacada la Diablesa, en Orihuela, que es en realidad un triunfo de la cruz sobre el pecado y la muerte.
Estando aún Bussy en esta ciudad, hacia 1695, llegó desde Santa María de Capua, Nápoles, Nicolás Salzillo, escultor, que había nacido en aquella localidad en 1672 y no sabemos por qué razones se trasladó a la Península, y más concretamente a Murcia. Poco después de su llegada (1700) casó con doña Isabel Alcaraz Gómez, y ese mismo año se quedó con la factura de un paso de la Cena, para cuya realización no quiso pujar Bussy.

Tras su matrimonio se sucedieron los encargos, y los hijos, y todo ello le llevaría a permanecer en la región, si no lo tenía ya muy decidido, hasta su muerte, ocurrida en 1727.

Se le conocen dos discípulos: Antonio Caro Utiel (1707) y José López Martínez (1708). Los hijos vinieron escalonadamente, tanto varones como hembras. La primera murió; luego llegó Teresa (1704), y el tercero fue Francisco (1707), primer varón que, por tanto, tendría que hacerse cargo del taller a la muerte de su padre. Llegó luego José Antonio (1710), que también seguiría el oficio; María Magdalena (1712) que, como Teresa, quedó soltera, y Francisca de Paula (1713), que ingresó en las Capuchinas. Y los últimos, Inés (1717) y Patricio (1722), que serían importantísimos colaboradores en el futuro taller regido por el hermano mayor y, la una, llegaría a hacer una buena boda, mientras el otro se haría presbítero.

Siempre se ha tildado a Nicolás Salzillo de mediocre escultor, y así lo muestra la primera obra que hizo, la Cena para la cofradía de Jesús, sustituida en el año 63 por la ahora existente, de mano de su hijo Francisco, y vendida a Lorca para que desempeñara el mismo fin procesional.

Aún puede verse, desfigurada por apaños y repintes, compuesta por figuras muy estereotipadas de rasgos grandes y poco insistidos, que informan de la mediana formación artística que traía de su tierra natal. Del mismo estilo, aunque más libre de retoques, es la cabeza de San Pío V, de la residencia de jesuitas de Murcia, quizás realizada por Nicolás Salzillo en 1713 (fecha de la canonización). Aquí vemos un tipo de cabeza que va a ser muy propio al escultor: alargada, con frente abultada y pómulos salientes que producen un estrangulamiento en la zona de los ojos, siempre demasiado grandes y abiertos; la nariz es afilada y los labios muy marcados. Estos rasgos se enmarcan con cabellos y barbas realizados con gran virtuosismo, insistiendo mucho en el rizo y hasta en el pelo a pelo. Esta misma insistencia en el tallado de la madera la traspone a las vestiduras que se resuelven en movimientos sencillos pero gran abundancia de menudos pliegues: San Judas Tadeo, iglesia de San Miguel, y San Agustín, de la iglesia de San Andrés, una de talla completa y la otra de vestir.

Se ha dicho que, a veces, consigue captar algo del espiritualismo de Bussy, pero basándose en esculturas que también han estado atribuidas a este escultor, como sucede por ejemplo con el Cristo de la Paciencia, de Santa Catalina, Murcia, o con el Jesús Nazareno, de la Merced, en la misma ciudad. Ambas son esculturas de calidad, aunque la segunda sea sólo la cabeza, y ésta, con pelo natural; pero el desnudo del primero recuerda efectivamente al Cristo de la Sangre y el segundo vuelve a estar atribuido ahora al estrasburgués.

También se ha querido explicar el movimiento más conseguido de sus últimas figuras: Santa Catalina, de su parroquia, en Murcia, 1721, o San Sebastián, en San Bartolomé, por haber tomado buena muestra del hacer de otro forastero: Antonio Dupar, llegado a Murcia en 1718, o bien porque ya su hijo Francisco le ayudaba en el taller. Ante esto recordemos que la Santa de Alejandría es una de las pocas obras seguras del Salzillo padre y, ciertamente, tiene el aire salzillesco (del hijo), que aconsejó su atribución antes de conocerse el documento y, en cambio, San Sebastián viene asignándose indistintamente a Dupar, Nicolás Salzillo o, incluso, Francisco Salzillo. El hecho es que en ambas hay una distancia considerable respecto a la escultura de Santa Isabel de Hungría, del convento de Verónicas, o del San Miguel, de su iglesia, otra de las pocas obras suyas documentadas con seguridad, figura tan estática y envarada como los antedichos apóstoles o San Judas Tadeo. Se le ha atribuido también un precioso Niño dormido, de las Anas, y un San José con el Niño, de San Miguel.

Recientemente se ha sabido que también trabajó en piedra, en el trascoro de la colegiata de San Patricio, de Lorca (Segado Bravo), concretamente dos arcángeles: San Miguel y San Gabriel, unas esculturas de San Pedro y San Pablo, y cuatro parejas de ángeles con símbolos de María (1716). Esto vuelve a sacar a debate la posibilidad del Francisco Salzillo escultor en piedra, o si no, a dar credibilidad a la afirmación de Ceán respecto a la paternidad de los dos relieves de la iglesia de San Nicolás, que da como de José Antonio Salzillo ¿se especializaría cada uno de los hermanos en un material a fin de poder ampliar las ofertas del taller? ¿A cuál de los dos llamarían de Madrid para el Palacio Real, si es que llamaron a alguno?

Con estas líneas pretendidamente enrevesadas, queremos llegar a la conclusión de que, en realidad, se sabe poco del arte de Nicolás Salzillo, pese a ser importantes las aportaciones de Sánchez-Rojas Fenoll, pues si como Olmos, se conoce poco de su producción, lo que se le atribuye es tan variado que, o hemos de aceptar un eclecticismo y versatilidad fuera de lo común, o esperar a que se documente más obra con mayor certeza.

Sin embargo, su actividad debió ser importante y producirle beneficios ya que de otra forma no hubiera podido dedicar a su primogénito a los estudios, e incluso facilitarle el ingreso como novicio en los dominicos, algo que sólo podían permitirse las familias acomodadas. Otro tanto dice el inventario de sus bienes, realizado tras su muerte; el escultor poseía cuadros, láminas y modelos en yeso, alguno de niños, quizás los del citado trascoro de Lorca.

Seguro que nos falta mucho de su producción, aquélla que, pese a no ser genial, elaboraba con honestidad, buscando expresión y realismo, y dedicándose con aplicación a su minucioso acabado, cualidades de buen artesano que el exigente público murciano sabría también valorar. Su eclecticismo, o deseo de acercarse a los mejores, lleva implícita una autocrítica que le honra. De igual modo, el introducir en la enseñanza de su primogénito varón el aprendizaje del dibujo y pintura (con el presbítero don Manuel Sánchez) habla de los deseos de mejorar en la composición y buen movimiento de sus figuras y avanzar en el policromado. Parece que era un hombre tan consciente de sus limitaciones como deseoso de superarlas, algo que consiguió con creces en la figura de su hijo.

Otra importante aportación para el arte escultórico en Murcia, y asimismo para la formación de Francisco Salzillo, la supuso la llegada a la ciudad de Antonio Dupar, escultor nacido en Marsella, en 1698, y formado con su padre, Alberto Dupar, también escultor, que había sido a su vez discípulo de Pierre Puget. Su figura, muy confusa desde Ceán a Baquero, fue estudiada desde su propia patria: J. Billioud, y en la nuestra por don López García y Sánchez-Rojas Fenoll.

Su llegada se debió producir hacia 1718 y se prolongó hasta 1731. En estos años se casó, tuvo hijos y, que se sepa, hasta dos discípulos: Joaquín Laguna y Pedro Bes.

Su estilo era completamente opuesto al que Nicolás Salzillo estaba imponiendo en Murcia, y hasta a lo más conocido de Bussi. En él primaban unos rostros de amable clasicismo que los alejaban de las marcadas expresiones, arrugas y detallismos tan definitorios de los otros, a la vez que los cuerpos se resolvían en graciosos y elegantes movimientos, acompasados casi como en danza, aunque, a veces, se vieran sacudidos por la presencia de intensos vientos espirituales que azotaban y hacían revolotear las vestiduras.

Como venimos haciendo al hablar de los escultores ya citados, también ahora nos hemos de lamentar de la pérdida de la mayor parte de lo documentado que, además, era importante. Así, en 1722, realizó y firmó toda la decoración interior del camarín de la Virgen de la Fuensanta. Puso en práctica aquí todas sus habilidades artísticas como tallista, escultor y pintor; de todo ello nada quedó, sólo el recuerdo y juicio admirativo de un relieve que allí había y que representaba a la Sagrada familia con San Joaquín y Santa Ana, reunidos en una galería con columnata.

Otra obra desgraciadamente perdida es la Inmaculada que realizó para el trascoro de la colegiata de San Patricio, en Lorca; la obra, como el citado camarín, estaba firmada y fechada en 1723, y era de tamaño mayor que el natural. Verdaderamente, para esa fecha no se había visto nada semejante hecho en bulto redondo en Murcia, ni siquiera en España; esto lo reconocieron los canónigos de Lorca y le recompensaron largamente. De hecho aquí se impone un modelo que ya tenía tradición en la pintura madrileña de un Carreño o Antolínez, pero que está más próxima aún a las más esbeltas e idealizadas (más acordes con la estética de su tiempo) de Palomino. Pero se descubre en ésta otra novedad, también evidente en otra Inmaculada, figurita de barro (50 centímetros) que posiblemente fue el modelo presentado a los canónigos y guardan las capuchinas de Murcia, y es el uso de un plegado muy marcado y abstracto que se enseñorea de toda la zona volada del manto, y nos lleva a los hábitos de la Santa Teresa de Bernini. De este mismo tema presenta otra variante en el retablo mayor de la iglesia de San Francisco de la misma Lorca, menos dinámica, aunque, a juzgar por la que ahora existe (muy restaurada), elegantísima en su movimiento de contraposto y delicadísima en su anatomía: la comparación con la de Filippo Parodi de la iglesia de Santa María della Cella, en Génova, nos parece muy acertada.

Se le viene atribuyendo el San Juan Bautista de su parroquia, en Murcia. Es también una figura capital en la imaginería española, dotada de fina sensibilidad desconocida en lo español para esos momentos. Ni su rostro, ni su anatomía recuerdan en nada a las imágenes que, en pintura o escultura, teníamos del precursor; se trata aquí de un efebo, un muchacho apolíneo, aunque con morbidez dionisíaca, que pienso se adelanta mucho a esos años de 1728-20 en que se viene situando su realización por el francés.

Y asimismo se le atribuye una pareja de ángeles adoradores del Sacramento, de tamaño algo menor que el natural, en la iglesia de San Andrés, de Murcia y un San Miguel, en el convento de agustinas de esta ciudad. Pese a la gracia de los primeros, resueltos en serpentinata manierista, y la ligereza del segundo, no llega en estas obras a la altura de las antedichas, algo que sí consigue y plenamente en otra obra documentada: el sagrario de la iglesia de Santa Justa, en Orihuela. Otra vez la obra auténtica viene a decirnos de la excelsa calidad del artista.

Sus rostros expresan dulce ensimismamiento, melancolía aristocrática, algo que puede muy bien relacionarse con las almas que animan las delicadas figuras de un Watteau que por las mismas fechas revolucionaba el arte cortesano francés.